jueves, 20 de octubre de 2011

De Saint Torpez a Marrakesh

La aventura por Marruecos empezaba un miércoles. La idea de viaje que llevábamos cumplía todos los estereotipos de Sex in the city en Dubai: glamour, cenas tiradas de precio, bisutería regalada, fiesta y relax, mucho relax.
Nada más llegar al aeropuerto de Marrakesh, y tras un aluvión de propuestas procedentes de taxistas desesperados, conocimos al que sería nuestro compañero de viaje: E.

Apalabramos el precio de un taxi hasta la plaza Yamaa el Fna, en el centro de Marrakesh. (120 dh, 40 c/u, 12 euros) y descubrimos la esencia de la vida nocturna de la ciudad marroquina: mucha gente en las calles, hombres y mujeres gritándonos para pararnos en sus puestos de comida, para vendernos algo, para contarnos alguna historia, para hacernos una foto con ellos y, aunque nosotros no lo sabíamos aun, sacar algo a cambio.

Tras una cena en una de las terrazas de la plaza, desde donde divisar el ambiente, con la mezquita a la izquierda y conociendo a fondo los detalles de la vida de nuestro nuevo acompañante, bajamos a la plaza de nuevo. Entre el gentío nos intentamos orientar para encontrar nuestro Riad, un alojamiento típico de Marruecos, de estilo árabe, construido alrededor de un patio central que conecta todas las estancias.

La aventura hasta el Riad Adraoui acababa de empezar.

Nos equivocamos de calle y un joven se ofreció amablemente a ayudarnos a encontrar el Riad. Confiamos en él y en nuestras mentes estaba darle una “propinilla” tras el “servicio”. Nos condujo por calles y callejuelas, tramos oscuros y por donde no corría ni un alma. Pasamos del bullicio de la plaza al Marrakesh más deshabitado y, por lo tanto, el más tenebroso.

Agarradas a E., M. y yo nos mirábamos con cara de miedo, apretábamos nuestras pertenencias más preciadas contra el cuerpo y temíamos por nuestras vidas. Al guía se le iban sumando amigos, y no hacíamos más que dar vueltas por calles que parecían todas iguales, con olores extraños, gatos devorando los restos basura, motoristas que pasaban rozándonos, sin ninguna intención de apartarse, mendigos en las esquinas…

Por fin llegábamos al Riad. Sin aliento, sudando y cansados, podíamos relajarnos. E. sacaba una “propinilla” para el chaval, que con cara de enfado nos decía: “this is for baby!!!” (imagináoslo con acento marroquí, causa mucho más efecto). Tras nuestra primera ronda de regateo, y probablemente el primer mal de ojo del viaje, conseguíamos la llave de nuestra habitación.

Un cambio de ropa después y cinco minutos de cama nos empujaron a la calle en busca de marcha. Paramos antes en el patio del Riad, a entablar conversación con una chicas palencianas, las palencianas más simpáticas sobre la faz de la tierra (ironía mode on). E. les preguntó con amabilidad que si sabían de algún lugar donde tomarnos unas cervezas. “Que esto no es España, eh?”. Tras esa contundente frase y nuestras miradas de estupefacción, decidimos que había que encontrar un sitio donde tomar unas birras, ya más que nada por joder.

Y vaya que si lo encontramos.

No sin antes ganarnos el segundo mal de ojo del viaje. De camino a la parada de taxis una abuelita adorable nos quiso leer la mano. “Vamos a darle el gusto a la señora”, pensamos. “y con esas igual nos dice hasta algo interesante”.

Mentira. Una tiarrona de 2x2 vino a traducirnos a la abuelita adorable y cuando nos pidió 30 euros por cabeza por una lectura de mano de dos minutos a cada una y le dijimos que ni hablar, se nos puso farruca. No sabemos si fue su estatura, si que el hecho de que llevase toda la cara tapada y solo se le viesen los ojos nos dio aun más miedo, o qué, pero acabamos pagando 7 euros, una cantidad bárbara para semejante mierda de lectura de mano.

El lugar donde conseguimos cerveza a un precio normal (y por normal no me refiero a barato), resultó ser un prostíbulo. Al menos el hecho de que las mujeres fuesen con escotes hasta el ombligo, fuesen, en su mayoría, mujeres jóvenes, y saliesen acompañadas de hombres notablemente más mayores que ellas, y se comportasen de manera obscena en público, nos hizo entender tal cosa. Pero quien sabe, quizá nuestras mentes perversas y (muy) calenturientas nos jugaron una mala pasada.

A pesar de ese pequeño e insignificante detalle, nos esperaba una grata sorpresa en dicho lugar. Tapas. O al menos lo que se entiende en media España por tapas. Es decir, acompañar la bebida con algo de comer y gratis. Resultado: 21 cervezas entre los tres y los estómagos llenos hasta la comida del día siguiente.

Y a pesar de los timos, los regateos, los agobios de primera hora de viaje, acabamos la noche de la mejor manera posible: bajo el cielo estrellado de Marruecos en la terraza del Riad.

Al día siguiente amanecíamos cansados pero con ganas de descubrir el Marrakesh diurno. Durante el desayuno, encontramos a las Palencianas y se me ocurrió preguntarles: “¿hicimos mucho ruido anoche al llegar?” (llegamos sobre las 5 de la mañana). “bueno, un poco” (mirada asesina queriendo decir que despertamos a medio riad y que les tocamos bastante el moño).

Sonrisa falsa hacia ellas. Mirada cómplice entre nosotros.  Objetivo conseguido. Y sólo estábamos a jueves.



C.